Con el primer proyecto productivo urbano entregado por la Unidad de Restitución de Tierras en dicho municipio, se plasma una historia de resiliencia, amor y fortaleza familiar, que llevó a un hogar a adecuar un salón de belleza en pleno corazón del Catatumbo.
Tibú, 17 de septiembre de 2024 (@URestitucion). El miedo: esa ha sido la emoción que por años ha movido -entre Colombia y Venezuela- a una familia que vivía en la vereda Socuavo del municipio de Tibú, en Norte de Santander.
Ese fue el sentimiento en el que se vio sumida al sentirse en medio del fuego cruzado entre la guerrilla y los paramilitares, quienes empuñaron sus armas en el Catatumbo para apoderarse de los cultivos de coca que, a finales de los 90, se expandieron por toda la región.
En dicha vereda, varios eran los episodios de represión e intimidación por parte de la guerrilla, para que los campesinos sembraran la coca. Entre aquellos amedrentados se encontraban Hermindo Rodríguez y Judith Ortega, quienes se vieron entre la espada y la pared, pues si se negaban, quedaban en la lupa de este grupo armado. Pero si aceptaban sembrarla, serían a su vez catalogados por los paramilitares como colaboradores de los guerrilleros.
“En el año 2002, la semilla de coca costaba $10.000 pesos, y nosotros no teníamos plata para eso; la poca plata que entraba era para levantar la casa y los niños. Entonces como no teníamos para comprarla, la guerrilla empezó a meter presión”, comenta don Hermindo, aún con el recuerdo de uno de los episodios más difíciles de su vida.
Mano a mano con su esposa, trabajaban la tierra, sembraban plátano, yuca, maíz, arroz y cuidaban los pocos animales que tenían en su finca: un predio de 46 hectáreas de extensión que era el resultado de años de trabajo y sudor.
Ellos pensaban que se convertiría en el sustento de sus hijos, en la esperanza tanto de los que ya tenían, como de la hija que venía en camino.
La zozobra llegó a la vida de Hermindo y Judith
Pero el estar embarazada -y al poco tiempo el dar a luz-, no fue impedimento para que los paramilitares obligaran a Judith Ortega a indicarles cuál era el camino para llegar rápidamente al casco urbano de Tibú, en la época en que los grupos armados ilegales empezaron a instalar retenes en la región.
La finca de esta familia, para desgracia de ellos, estaba ubicada en un punto estratégico entre los corregimientos de Tres Bocas y Versalles, por donde estos grupos podían llegar y situarse con facilidad alrededor de zonas del casco urbano de Tibú.
La zozobra y el temor se apoderaron de Hermindo y sus pequeños hijos, cuando los ‘paras’ se llevaron a Judith, quien con temor les tuvo que indicar el camino a decenas de hombres fuertemente armados, que luego serían precursores y perpetradores de masacres, desapariciones y masivos desplazamientos forzados. Ahí, en el corazón del Catatumbo.
Tal vez, el verla en estado de embarazo, hizo que los paramilitares decidieran dejarla libre para que volviera con su familia. Pero su regreso estuvo marcado por el miedo, pues sabía que no iba a ser la única vez que la usarían como guía. Por eso la familia decidió marcharse, pues la pequeña María pronto vería la luz y, ese lugar, marcado por la guerra, tendría que ser su escenario de vida.
Con lágrimas en los ojos, afanados, asustados y con más preguntas que respuestas sobre su futuro, ambos padres decidieron dejar atrás el terruño. Su destino era la población de Casigua El Cubo, en el estado Zulia (Venezuela), donde trataron de hacer vida, surgir y cambiar el rumbo del todo. No obstante, la esperanza de la familia era en realidad volver a su tierra.
Encontraron una esperanza
Por ello fue que, un par años después de abandonar su finca, decidieron venderla en $6 millones de pesos, un precio muy bajo para lo que realmente costaba su tierra en esa época. Con lo recaudado debajo del brazo, emprendieron su regreso en 2002, pero esta vez para buscar refugio en el casco urbano de Tibú, donde encontraron una casa en un barrio llamado La Esperanza: un nombre que parecía más que apropiado. ¡Allí tendrían techo para todos sus hijos, ellos siempre fueron su esperanza!
Con la alegría de nacimiento de María, la familia fue recobrando la tranquilidad y buscando alternativas para salir adelante. Uno de esos milagros, como lo llama el padre de familia, fue haberse encontrado con un amigo que le habló de la Unidad de Restitución de Tierras (URT), lo que llevó a este hogar a acudir a una reparación integral por parte del Estado.
Así se empezó a plasmar el resultado de una historia de lucha, pero también de alegrías; de miedo, pero a la vez de valentía y de paciencia. Con el paso del tiempo y luego de haber presentado la solicitud de restitución, un juez especializado en profirió una sentencia a su favor y los compensó con una vivienda en Tibú.
Como Hermindo ya había comprado una casa cuando fue desplazado de su tierra, el juez les otorgó otra vivienda que actualmente está arrendada, cuyos recursos sirven para el sustento del hogar.
Su historia pudo haber sido la de muchos tibuyanos: desplazados y despojados
por la violencia en el Catatumbo nortesantandereano. Pero el ingrediente especial lo puso aquella hija, María, quien desde pequeña mostró su fortaleza, ímpetu y arraigo. A corta edad empezó a prepararse, a ver de lejos los salones de belleza del municipio para aprender de ellos y practicar. Eso la llevó a decidir que un día iba a tener su propio salón de estética y cuidado del cabello.
Revive la sonrisa
Así nació ‘Dulce Esperanza’, el primer proyecto productivo urbano otorgado por la URT a una familia víctima de la violencia en esta zona del país. Este se levantó poco a poco en un local contiguo a la vivienda donde reside la familia, al que han consentido como un hogar más: lo pintaron, lo adecuaron con techos, con puertas corredizas y lo equiparon con sillas especiales, mesas, espejos y luces. Así forjaron en familia la dulce esperanza de rehacer los sueños perdidos años atrás.
“Sin saberlo, llegamos a vivir hace mucho tiempo a un barrio que se llama La Esperanza, acá en Tibú, y eso me alentó a hacer muchas cosas para aprender de estilismo, cuidado del cabello y estética. Poner un salón de belleza fue una decisión de familia: nos sentamos y hablamos, yo les propuse que lo hiciéramos y por eso le pusimos ‘Dulce Esperanza’. Por la dulzura de cuidar a nuestros clientes y además porque brindamos tranquilidad a la gente que viene”, comenta María, hoy con 23 años y una maleta llena de sueños por cumplir en su salón.
El toque dulce se nota desde la entrada: los colores pastel, los sillones de espera, las vitrinas con cremas y champú, los globos de colores, las luces y, sobre todo, la esencia de una familia. Este lugar no tiene nada que envidiarle a cualquier otro salón de belleza de la ciudad.
“Como familia siempre tuvimos esperanza, porque a pesar de los obstáculos que vivimos, nunca perdimos la perseverancia y la constancia. Siempre creímos que algún día íbamos a volver a sonreír. Así lo expresamos a diario, porque le enseñé a mi hermana todo en cepillados de cabello, yo me encargo de los peinados y mi mamá es la encargada de la cafetería y productos para los clientes. Por eso somos una dulce esperanza”, concluye María, con fuerza y gallardía en su voz, tal vez heredadas de sus padres, quienes siempre creyeron que era posible retornar y sonreír.